“Frené el auto y tomé a Angélica de la mano. Y junto a ella caminé cautelosamente hacia ese paisaje de oscuras rocas dispersas. Casi exactamente como las recordaba, extrañas y fantasmales, talladas desde el interior, como si estuvieran gritando en el silencio. Una tras otra, una tras otra. Y Angélica me dijo en voz muy baja: ‘Esto es un cementerio de rocas’. ¿Por qué se habían grabado en mi mente todo este tiempo esos cavernosos cuerpos de piedra que 40 años después aún no habían conocido el descanso? Tal vez suene lírico y excesivamente literario, intelectual, pero no puedo evitar la idea de que en aquel entonces, en 1962, en cierta forma estaba anticipando la muerte del futuro. Había algo en el umbral de ese desierto que me enhebraba un dolor inadmisible y aterrador. Me susurraba acerca de un tiempo de pérdidas y sombras. Aunque también, quizás extrañamente, me prometía actos de resistencia. Hablándome con tanta fuerza que en la jerarquía de mis recuerdos ese lugar siempre terminaba siendo el portal esencial del norte. Y en efecto, 40 años después, repetía ese mismo luto inconsolable de sus rocas, 40 años más tarde nos contaba a Angélica y a mí con qué nos encontraríamos (en el futuro, a unos días plazo): un desierto lleno de ruinas, un pasado que en su momento más glorioso tal vez haya sospechado el futuro de perdición que le esperaba. Todas las oficinas muertas que posiblemente sabían que era sólo cuestión de tiempo, hasta que el desierto volviera a ser como había sido siempre, antes de que unos hombres insignificantes trazaran vías en su faz y le robaran sus minerales, y los enviaran al otro lado del mar”.
“Memorias del desierto”, de Ariel Dorfman.
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