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jueves, 9 de enero de 2014

En el principio...

Llegué a este puerto con poco equipaje: cuatro camisas, mis instrumentos de caligrafía y un corazón en un frasco de vidrio. Las camisas estaban remendadas y con manchas de tinta, a mis plumas las había arruinado el aire del mar. El corazón, en cambio, lucía intacto, indiferente al viaje, a las tormentas, a la humedad del camarote. Los corazones sólo se gastan en vida; después, ya nada les hace daño.


“El calígrafo de Voltaire”, Pablo de Santis

sábado, 30 de marzo de 2013

El telo de papá



El jueves entrevistamos en El Interruptor a Florencia Werchowsky, autora "El telo de papá", una  novela que es mucho más que la historia del emprendimiento familiar que los convirtió en la comidilla (que palabra espantosa) de Allen, también es un retrato de época que repasa los '80 y el comienzo del menemismo en un pueblo de provincia y la historia de una familia muy particular.


El Desafío
Cuando se le ocurrió abrir el motel, su proyecto comercial absoluto, acaso su plan más lúcido, se sintió satisfecho como nunca antes. Era una idea que combinaba diferentes aspiraciones, era tan heroica como lucrativa, era arriesgada, rebelde, tenía fuertes implicancias sociales. Le parecía comprender y dominar ciertas conductas de la clase media del valle, donde había pasado los últimos veinte años de su vida. Había llegado a la idea del motel analizando a sus amigos y a él mismo y concluyendo que además de un negocio redituable, un hotel alojamiento era una apuesta épica, un espacio para provocar, para despabilar. Sería el refugio de los amantes de la zona, los casados, los infieles, los solteros, locales y de las otras ciudades, los viajantes y los viajeros. Además de un negocio, abriría capítulos en las historias de la gente del pueblo.

Pág. 32-33


La pierna
Marcelino hizo un reconocimiento desesperado de la habitación, mirando confundido por no poder corroborar. Esperaba ver a su mujer engañándolo, pero la habitación estaba vacía. Revolvió las sábanas, pateó las frazadas que estaban tiradas en el suelo y se dejó caer en la cama, llorando. Sin decir una palabra,
se estiró para levantar la prueba más contundente del engaño: una pierna ortopédica de mujer olvidada en el desorden, todavía con el zapato de taco puesto.
Con los ojos mojados, se puso la prótesis debajo del brazo, que sería la manera cariñosa que tendría de cargarla en la intimidad de su casa para alcanzársela a su esposa, una renga infiel, y salió a llorar afuera. Mientras tanto, en el lavadero, los amantes transpiraban por el calor de la máquina secadora que estaba encendida y ella se tocaba con susto el muñón.


Pág. 130-131


El índice Cu-Cú
En sus años como dueño del motel, mi papá había desarrollado la teoría del Índice Cu-Cú que, aseguraba, era infalible: podía predecir el rumbo inmediato de la economía de acuerdo con el perfil de los clientes que estaban yendo al motel al momento del análisis. Entendiendo el turno de dos horas como un producto
de lujo y el aumento del deseo sexual como consecuencia del optimismo ante las perspectivas personales —económicas— favorables, el Índice Cu-Cú le ayudaba a comprender y pronosticar sin dejarse influenciar por las quejas de los chacareros o las noticias engañosas de los medios.

Pág. 230


PD: Si alguien lo pide, cuando vaya a la radio pido el archivo de la entrevista y lo subo al blog.

Foto: El Guardián.

jueves, 22 de septiembre de 2011

Epígrafe de "Una sombra ya pronto serás"

"Hace tiempo que todo me sale torcido: me parece que ahora en el mundo sólo existen historias que quedan en suspenso y se pierden en el camino".

Ítalo Calvino, Si una noche de invierno un viajero.


Caminito que entonces estabas
bordeado de trébol y juncos en flor
una sombra ya pronto serás
una sombra lo mismo que yo.

Filiberto-Peñaloza, Caminito.

Epígrafes de "Una sombra ya pronto serás", novela de Osvaldo Soriano.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Bibliotecas

"Uno nunca tiene los libros que necesita: tiene de más o de menos".

Pablo De Santis, “El enigma de Paris”. Pág. 153

lunes, 29 de agosto de 2011

De punta a punta: “La vida nueva”, de Orhan Pamuk

Un día leí un libro y toda mi vida cambió. Ya desde las primeras páginas sentí de tal manera la fuerza del libro que creí que mi cuerpo se distanciaba de la mesa y la silla en la que estaba sentado. Per, a pesar de tener la sensación de que mi cuerpo se alejaba de mí, era como si más que nunca estuviera ante la mesa y en la silla con todo mi cuerpo y todo lo que era mío y el influjo del libro no sólo se mostrara en mi espíritu, sino también en todo lo que me hacía ser yo. Era aquel un influjo tan poderoso que creí que de las páginas del libro emanaba una luz que se reflejaba en mi cara: una luz brillantísima que al mismo tiempo cegaba mi mente y la hacía refulgir.

Pág. 11

Los afortunados que vivieran ese momento incomparable, después de que el accidente estallara con un estruendo increíble, saldrían de entre los supervivientes de los asientos de atrás. En cuanto a mí, sentado en la primera fila observando deslumbrado la luz de los camiones que se aproximaban, entre asombrado y temeroso, tal y como había observado la increíble luz que brotaba del libro, pasaría de inmediato a un nuevo mundo.

Comprendí que aquel era el final de toda mi vida. Pero yo quería volver a casa, no quería en absoluto pasar a una vida nueva, morir.

Pág. 318

lunes, 30 de mayo de 2011

Selección literaria

Juli atacó la biblioteca y a su año y medio eligió tres libros.
A saber:

- Trífero de Ray Lóriga.
- La música de Frankie de Luis Guzmán.
- La experiencia sensible de Rodolfo Fogwill.

Si me pregunta a mí, me quedó con Lóriga y en segundo lugar con Fogwill.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Ariel Dorfman: Cementerio de rocas

“Frené el auto y tomé a Angélica de la mano. Y junto a ella caminé cautelosamente hacia ese paisaje de oscuras rocas dispersas. Casi exactamente como las recordaba, extrañas y fantasmales, talladas desde el interior, como si estuvieran gritando en el silencio. Una tras otra, una tras otra. Y Angélica me dijo en voz muy baja: ‘Esto es un cementerio de rocas’. ¿Por qué se habían grabado en mi mente todo este tiempo esos cavernosos cuerpos de piedra que 40 años después aún no habían conocido el descanso? Tal vez suene lírico y excesivamente literario, intelectual, pero no puedo evitar la idea de que en aquel entonces, en 1962, en cierta forma estaba anticipando la muerte del futuro. Había algo en el umbral de ese desierto que me enhebraba un dolor inadmisible y aterrador. Me susurraba acerca de un tiempo de pérdidas y sombras. Aunque también, quizás extrañamente, me prometía actos de resistencia. Hablándome con tanta fuerza que en la jerarquía de mis recuerdos ese lugar siempre terminaba siendo el portal esencial del norte. Y en efecto, 40 años después, repetía ese mismo luto inconsolable de sus rocas, 40 años más tarde nos contaba a Angélica y a mí con qué nos encontraríamos (en el futuro, a unos días plazo): un desierto lleno de ruinas, un pasado que en su momento más glorioso tal vez haya sospechado el futuro de perdición que le esperaba. Todas las oficinas muertas que posiblemente sabían que era sólo cuestión de tiempo, hasta que el desierto volviera a ser como había sido siempre, antes de que unos hombres insignificantes trazaran vías en su faz y le robaran sus minerales, y los enviaran al otro lado del mar”.

“Memorias del desierto”, de Ariel Dorfman.

jueves, 14 de octubre de 2010

Presentación del libro "Si me querés, quereme transa"

No estoy muy seguro del año, supongo que fue en el 2000 o en el 2001, un amigo que lee mucho y bien, el Colo, llegó a casa con un pliego de diario algo ajado por el viaje en su mochila.
Estaba tan entusiasmado con lo que había leído, que antes de pasármelo, me empezó a contar de qué iba la historia.
Me habló de un pibe al que le decían “Frente”, el “Frente” Vital, a quién hasta ese momento jamás había oído mencionar.
Un pibe que había sido fusilado por un policía cuando ya se había entregado, un guacho al que se encomendaban los chorros del barrio antes de dar un atraco, el santo al que le rezaban esos desangelados capaces de robarse un ventiluz, al que oraban entre porros y birras, para que todo saliera bien o al menos para que desviara las balas policiales.
El “Frente” Vital, el que se robó un camión de reparto de lácteos, y cual Pancho Ibáñez monoblokero, impulsó el consumo de yogurt y de leche cultivada, aunque sea por un día entre la gente del barrio.
A este periodista hay que leerlo, me dijo mi amigo cuando me dio ese pliego del Página 12. Y de ahí en más empezamos a leer todo aquello que llevara la firma de Cristian Alarcón.

Una de las cosas que yo creo que se destacan en Cristian Alarcón es que sabe encontrar el lugar en el cual ubicarse a la hora de narrar las historias, historias de las que es parte, porque no parece ser un periodista aséptico. Aunque no lo quiera, Alarcón se vuelve parte del relato. Es indispensable para narrar como lo hace. Claro que sin por ello desplazar a los verdaderos actores, sin ocupar el centro. Apelando a la primera persona, pero sin sucumbir a la tentación yoica.
Tal es su presencia a la hora de construir historias que lo vemos, lo leemos, tratando de escapar -sin éxito- del compromiso de apadrinar al hijo de una vendedora de cocaína, ser parte de un rito umbanda o acompañar a una mujer al hospital donde su hijo agoniza.

Alarcón pone su cuerpo en juego, pero, repito, se aleja del centro para observar mejor y poder contar lo que ve, lo que aprende, lo que escucha, sin absorber el protagonismo de las historias que da a conocer, pese a ser él quien elige el tono y las voces del relato.
Ni estrella mediática que viene a contarnos cómo lo atraviesan esas duras historias con las luces apuntándole, ni turista de los bordes que se regodea desde el itinerario falso representado para la ocasión, del simulacro de la marginalidad televisada.
Por suerte, no es un Facundo Pastor corriendo sin aliento al dealer de turno, mientras le grita que está vendiendo merca mal cortada.
Por fortuna para el periodismo, no elige mostrar historias marginales con el fin de que se regodee la clase media, cómodamente indignada.

Cristian Alarcón describe con pulso trepidante en “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” y en “Si me querés, quereme transa” mundos que están ahí a la vuelta, pero a los que es muy difícil entrar de manera honesta, para contar desde sus entrañas los hechos, las historias que componen ambos libros.
Y logra hacerlo sin caer en la estetización de la marginalidad, en la denuncia policial, en el prejuicio burgués o en la celebración progre de ciertas banderas cuyo agite no pasa del discurso mediático.

Deberían, los que no lo hicieron, leer “Si me querés, quereme transa”. La reconstrucción de la muerte de los Valdivia, ya lo vale. Parece una escena filmada con varias cámaras por el coro de voces que la relatan. O el descubrimiento de personajes como Olray, un ex Susano adicto al paco. La reconstrucción de ciertos escenarios, con sus músicas, sus aromas, sus costumbres. Ese instinto de supervivencia que también aparece en “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia”, pero acá para insertarse dentro del engranaje económico de una manera mucho más sistemática. Y la traición marcando el ritmo de la historia.

“Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” y “Si me querés, quereme transa” se leen como novelas por la prosa atractiva, por el ritmo impuesto, por la construcción de sus personajes, pero sobre todo porque tal vez tenga razón el periodista Jorge Fernández Díaz, quien en una nota sobre el libro que nos convoca, escribió que “cualquier vida es una novela”.
Puede ser cierto, pero para que eso ocurra, hace falta una mirada, la mirada de un cronista como Cristian Alarcón.

Esto es lo que compartí hace un rato con las personas que asistieron a la presentación de "Si me querés, quereme transa", antes de que hablara Cristian Alarcón.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

"Contra el cambio" de Martín Caparrós

En su nuevo libro, editado por Anagrama, Martín Caparrós -el dueño de los bigotes más viajados del periodismo vernáculo- pone su mirada sobre la ecología, sus negocios, la apropiación de la derecha de la palabra "cambio" y la discusión de fondo: cómo se reparte la torta y a quiénes no les tocan ni las migas.
Lo que sigue son algunas de las ideas que rondan en este nuevo trabajo de Caparrós, al que llegué vía Eblog:

"La ecología suele suponer un mundo estático donde los mismos métodos requerirán siempre los mismos recursos naturales, y se aterra porque proyecta las carencias del futuro sobre las necesidades actuales: porque todo lo que imagina son Apocalipsis.
Es una de sus grandes ventajas: la ecología es la forma más prestigiosa del conservadurismo. La forma más actual, más activa, más juvenil, más poderosa del conservadurismo. O, sintetizado: el conservadurismo cool, el conservadurismo progre, el conservadurismo moderno."
"(…) la ecología, que para algunos empezó siendo un modo de oponerse a los desastres de las corporaciones y otras aves rapaces, termina por ser el modo en que corporaciones y otras aves lavan barato su conciencia. Quizá no sea definitivo, pero ahora es lo que hay. Lo que domina."

"Los acuerdos internacionales basados en Kyoto determinan cuánto gas de efecto invernadero puede mandar a la atmósfera cada país, y los gobiernos de los países ricos reparten esa cuota nacional entre sus empresas. Entonces las que prefieren emitir más gas para seguir haciendo sus negocios compran “créditos de carbono”: derecho a poluir que les venden las empresas y comunidades que no llegan a usar toda su cuota. En teoría, esto sirve para que las compañías que se preocupan por reducir sus emisiones –moderando su consumo, modernizando sus equipos – reciban algún beneficio; en la práctica, las empresas despilfarrantes suelen comprar sus créditos a las nuevas compañías especializadas que los consiguen a través de supuestas inversiones verdes en el tercer mundo.
Los compradores de créditos son como el millonario en el yate: no deja de ser un rico despilfarrador, pero paga unos pesos para comprar dispensas –bulas. La religión del cambio climático tiene, como todas ellas, sus evangelistas, sus sacerdotes, sus feligreses, sus recaudadores."

"Creo que la enorme atención que gobernantes y empresarios de los países más ricos le están dando a la amenaza del cambio climático se relaciona, sobre todo, con tres ventajas políticas y económicas que pueden obtener de esos temores:

–retrasar la industrialización de las nuevas potencias emergentes y, así, mantener su hegemonía unas décadas más;
–cambiar el modelo energético global para modificar ciertas relaciones geopolíticas, y para conseguir que nuevos actores se hagan fuertes en uno de los mayores mercados mundiales;
–ganar fortunas con el mercado de bonos de carbón.
Y creo, por fin, que su mayor ganancia es ideológica: convencernos de que lo mejor es lo que ya tenemos, lo que estamos siempre a punto de perder si no lo conservamos: que no hay nada tan peligroso como el cambio."

Adelanto de "Contra el Cambio".

miércoles, 18 de agosto de 2010

Quieren matarnos

"Tené cuidado, Iven, no hay cosa más peligrosa en el mundo entero que una mujer que no te quiere pero sabe que vos sí. Esa mujer puede matarte si lo desea, y las mujeres siempre quieren matarnos".

"Un detalle sin importancia", de Hernán Casciari, Concurso Haroldo Conti, libro publicado por P/12 que hace mil años me regaló mi amiga Valery Karpin.

sábado, 5 de junio de 2010

Epígrafe de "Si me querés, quereme transa"

"La procesión del Señor de la Pachacamilla adquirió idéntico sentido a aquellos ríos que van a dar a la mar que es el morir". Oswaldo Reynoso en "En octubre no hay milagros".

Epígrafe de "Si me querés, quereme transa", Cristian Alarcón, un descenso al mundo narco en las villas porteñas.

lunes, 31 de mayo de 2010

Y en el principio fue... "Purgatorio"

"Hacía treinta años que Simón Cardoso había muerto cuando Emilia Dupuy, su esposa, lo encontró a la hora del almuerzo en el salón reservado de Trudy Tuesday. Dos desconocidos hablaban con él en uno de los boxes del fondo. Emilia creyó que había entrado a un lugar equivocado y su primer impulso fue retroceder, alejarse, volver a la realidad, de la que venía. Se quedó sin aliento, con la garganta seca, y tuvo que apoyarse en la barra del bar. Llevaba toda una vida buscándolo y había imaginado la escena incontables veces, pero ahora que sucedía se daba cuenta que no estaba preparada. Se le llenaban los ojos de lágrimas, quería gritar su nombre, correr hacia su mesa y abrazarlo. Para lo único que tenía fuerzas, sin embargo, era para no caer redonda en medio del restaurante llamando la atención como una tonta".

"Purgatorio", Tomás Eloy Martínez.

viernes, 2 de abril de 2010

El miedo de los pichiciegos en Malvinas

El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay varios miedos. Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida-, y otra distinta es el miedo de siempre, que esta ahí, atrás de todo. Vas con ese miedo, natural, constante, repechando la cuesta, medio ahogado, sin aire, cargada de bidones y de bolsas y se aparece una patrulla, y encima del miedo que traes aparece otro miedo, un miedo fuerte pero chico, como un clavito que te entro en el medio de la lastimadura. Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevas y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó.
Despertarse con miedo y pensar que después vas a tener mas miedo, es miedo doble: uno carga su miedo y espera que venga el otro, el del momento, para darse un alivio cuando ese miedo chico –a un bombardeo, a una patrulla- pase, porque esos siempre pasan, y el otro miedo no, nunca pasa, se queda.

"Los Pichiciegos", de Enrique Fogwill, pág 94.

Más de este libro en Ruta León.

lunes, 8 de febrero de 2010

...

Hay gente que acaricia los libros como si se tratara de animales salvajes.
Hacen bien.
Ojalá lleguemos a ser amigos.

martes, 12 de enero de 2010

Haroldo metió top ten

Tal vez ya lo hayan visto en otros medios, pero igual comparto la lista de los 100 libros del año de acuerdo a Babelia, suplemento de El País. Lo interesante es que de los diez primeros permite leer el capítulo inicial.
En la foto Haroldo Conti, uno de los que tuvo mayores votos de críticos, periodistas y gente de esa calaña.

sábado, 24 de octubre de 2009

Julieta, insomnio y Soriano


Julieta nació el martes 13.
Una de las primeras noches que con Ale compartimos solos con nuestra hija, sus llantos nos despertaron a las 2 de la madrugada. Se extendieron por más tiempo del que un padre primerizo puede soportar sin ponerse nervioso al no saber qué hacer.
Ale trataba de calmarla y yo caminaba desconcertado. Ordené, barrí, busqué la ropa que me pondría al otro día después de bañarme para ir a la radio, hasta que sobre el equipo de música encontré un libro.
Con Juli más calmada, tratando de lograr que hiciera su provechito, mientras Ale buscaba adentrarse en sus sueños, me acomodé en el sillón y abrí “La hora sin sombra”, de Osvaldo Soriano.

“Hace tempo que no puedo pensar con claridad. Algo me zumba en la cabeza como un moscardón encerrado y me confunde la memoria. Me llevó un buen rato entender lo que la enfermera me decía por teléfono. Mi padre se había escapado del hospital vestido con la ropa de un roquero al que habían internado por caerse del escenario. El médico de guardia dio aviso a la policía, pero no habían vuelto a tener noticias de él. ¿Adonde quería llegar? ¿De dónde sacaba fuerzas si se estaba muriendo?
Me encerré en la pieza del hotel y no pude dormir en toda la noche atormentado por el zumbido en el oído. Lo imagine pidiendo monedas en el colectivo, como en los tiempos en que volvió del exilio y no conseguía trabajo. A veces le daba plata para que pudiera comer, pero se la gastaba en cigarrillos y en los desarmaderos de la calle Warnes buscando piezas para armar un viejo Torino que había encontrado tirado en un baldío. Siempre metía los pies donde no debía: al darse cuenta de que su esplendor era cosa del pasado empezó a frecuentar mujeres viejas que lo mantenían un tiempo y después lo echaban a la calle.
Hace un mes vino a decirme que el coche estaba listo, que podíamos salir a la ruta, yo a escribir mi novela y él a retomar sus conferencias sobre historia en los pueblos de provincia. Pero ya estaba enfermo. Tenía dolores en la barriga, cagaderas y apenas se podía sentar. Lo acompañé al hospital y al salir de la consulta el médico me hizo un gesto como diciendo “está listo”. No sé si él se dio cuenta. Llovía a cántaros y mientras corríamos hacia la parada del colectivo recordé el lejano día en que se apareció en casa de mi madre con un Buick flamante que se había ganado en la ruleta. En esa época yo soñaba con escribir relatos de viajes a la manera de Jack London y Ambrose Bierce y empecé a acompañarlos en sus giras por las provincias como representante de las películas de la Paramount. Ése fue el verdadero fin de mi niñez y era tan dichoso que me hubiera resultado imposible imaginarlo como me dicen que está ahora, recién operado de un cáncer, huyendo con las tripas al aire”.

Comienzo de “La hora sin sombra”, de Osvaldo Soriano. Edición de Seix Barral, con prólogo de Tomás Eloy Martínez.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Un antihéroe en tiempos de insanía

Si vas a leer esto, no te preocupes.
Al cabo de un par de páginas ya no querrás estar aquí. Así que olvídalo. Aléjate. Lárgate mientras sigas entero.
Sálvate.
Seguro que hay algo mejor en la televisión. O, ya que tienes tanto tiempo libre, a lo mejor puedes hacer un cursillo nocturno. . Hazte médico. Puedes hacer algo útil con tu vida. Llévate a ti mismo a cenar. Tíñete el pelo.
No te vas a volver más joven. Al principio lo que se cuenta aquí te va a cabrear. Luego se volverá cada vez peor.

Comienzo de "Asfixia", novela de Chuck Palahniuk.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Arena, marea y memoria

Una de las anécdotas más conocida de Balestri ocurrió a su regreso a Nueva York. Balestri caminaba un día por la playa, e invierno cuan do un estudiante lo reconoció. Su padre, un empresario de la industria textil, le había pedido que le construyera una casa, pero el estudiante no estaba en condiciones de emprender todavía un trabajo semejante. La casa estaría emplazada en el bosque. El estudiante le pidió a Balestri que le djera cuál era su presupuesto. Balestri dijo que lo pensaría y lo citó para el día siguiente en el mismo lugar.
Cuando el estudiante llegó, Balestri estaba concentrado en trazar con una ramita en la arena un complejo plano de la futura casa. Aunque algunos signos estaban un poco confusos debido a la dificultad de que presentaba la arena, no faltaban los detalles de un plano habitual. A pesar de su corta experiencia, el estudiante se dio cuenta de que aquel dibujo en la arena representaba una obra extraordinaria. El estudiante hubiera pasado horas contemplando aquel plano, pero ya el mar se acercaba peligrosamente al dibujo, y pronto lo borraría por completo.
Balestri le propuso al estudiante lo siguiente: si era capaz de entender y memorizar el plano antes de que las olas lo barrieran, el proyecto era suyo sin necesidad de pagarle nada.
El estudiante, que no tenía a mano ni papel ni lápiz, tuvo que comprender y memorizar cada uno de los elementos. Una vez que la marea borró por el dibujo fue corriendo a poner todo lo que había retenido sobre papel. Pudo conservar buena parte de aquellas ideas, y cuando la casa, al año siguiente, se terminó de construir, se convirtió en un sitio de peregrinaje para los estudiantes de arquitectura. Aunque estaba en el medio del bosque, se la conoció desde entonces, sin embargo, como La casa de la arena.

“La sexta lámpara”, Pablo De Santis, pág. 169-170.

sábado, 29 de agosto de 2009

Un acto heroico que justifique el castigo

"La torre de babel nos dice a nosotros, arquitectos, que construimos con el significado y a través del significado con palabras y a través de las palabras. La confusión no es tanto un obstáculo que aparece al final, sino la materia misma con la que construimos nuestras torres. Los mitos nos ayudan sólo cuando podemos invertirlos. Todos somos como Prometeo, castigados; debemos encontrar entonces aquel acto heroico que justifique el castigo. Debemos partir del final del mito para ir hacia el principio, hasta encontrar la ambición extrema que haga justa la condena".

“La sexta lámpara”, Pablo De Santis, pág. 89.