jueves, 20 de noviembre de 2008

Quejidos en la madrugada

Hace unos días mi novia estuvo enferma. Se recuperó, pero durante ese tiempo estuvo mal. No podía dormir y, por ende, yo sólo podía descansar unas horas. Cuando uno no duerme está tan cansado que sólo puede pensar en conseguirlo. En cambio, cuando uno duerme unas horas esa pequeña dosis de energía puede ser desviada hacia el lado del mal.
Eso me pasó a mí.
Como no me dejaba dormir, estudié la posibilidad de asesinarla. Entonces me acordé de un pasaje de un libro de Fogwill (al final no la maté).

“Le hicieron una cama blanda de lana en la chimenea nueva. La sangre seca, que se le había helado entre los pelos y la barba no se pudo quitar. Le dolía adentro. No movía nada, ni los brazos ni las piernas cuando acabaron de acostarlo. Se le hizo tomar Tres Plumas y genioles. No digería: vomitaba. Esa noche empezó a quejarse.
Al día siguiente se quejaba todo el tiempo. Cada vez que respiraba, en el momento de soltar el aire, se quejaba. Era como un mugido que ponía los pelos de punta. Quejarse fue lo único que hizo. No podía comer, ni fumar, ni tomar los genioles. Los pichis no aguantaban oírlo. Se tapaban la cara, las orejas; nadie quería escuchar.
El Turco se pegaba fuerte la cabeza contra el durmiente. De la entrada y se apretaba las orejas con los puños. Él salio. Tuvo un viaje a la playa y otro hasta los ingleses, que le dieron un respiro, porque no aguantaba quedarse ahí oyéndolo quejarse. La última noche, antes de que muriera Diéguez, encontró una manera de soportar: tenía que respirar a la par del quejoso. Respiraba a la par y cuando adivinaba que se venía el alarido, al mismo tiempo, también él se quejaba a la par. Así se le producía alivio. En lo oscuro, algún pichi le copio el método, y al rato, como un coro, sonaban varios pichis quejándose. Pero los otros no entendían: los pateaban, puteaban y pedían que se callaran como si precisasen escuchar nada más que el quejido del que se iba a morir.
Cuando se murió Diéguez todos se aliviaron”.

“Los Pichiciegos”, de Rodolfo Fogwill. Pág. 90-91