Don Pancho limpió el hueso de cordero con la punta del cuchillo y me hizo la pregunta salvadora, que sin embargo me costó responder.
- ¿Y por qué quiere embarcarse en un ballenero, paisanito?
- Porque… porque… la verdad es que leí una novela. Moby Dick. ¿la conocen ustedes?
- Yo no. Y se me ocurre que el Vasco tampoco. No somos muy leídos por acá. ¿Y de qué se trata esa novela?
En Santiago, entre mis amigos, yo tenía fama de ser buen “contador” de películas. Eran las cinco de la tarde cuando empecé a contar, tímidamente primero, la epopeya del capitán Ahab. Los dos hombres me escuchaban en silencio, y no sólo ellos; en las otras mesas se interrumpieron las conversaciones y de a poco los parroquianos se acercaron a nuestra mesa. Narraba y luchaba con mi memoria. No podía traicionarme. Los hombres entendieron que me concentraba en lo que les refería, y sin hacer ruido me renovaron varias veces el vaso de chicha de manzana. Hablé durante dos horas. Herman Melville habrá perdonado si aquella versión de su novela tuvo algo de mi propia cosecha, pero al terminar todos los hombres mostraban semblantes pensativos, y luego de palmotearme los hombros regresaron a sus mesas.
- Moby Dick. Mire – suspiró el Vasco.
Pidieron la cuenta. Pagaron. Tuve la amarga certeza de que hasta allí llegaba mi aventura.
- Bueno. Vamos – dijo Don Pancho.
- ¿Yo también? ¿Me llevan?
- Claro, paisanito. Hay que aprovechar la luz para revisar los aparejos. Zarpamos mañana temprano.
“Mundo del fin del mundo”, Luis Sepúlveda. Pág. 30-31
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