domingo, 25 de julio de 2010

La música de las máquinas de escribir, según Bolaño


Ingeborg era una niña cuando acompañó a su padre a las oficinas berlinesas donde él trabajaba. Allí había hileras interminables de secretarias que no paraban de escribir a máquina en una galería algo estrecha, pero muy larga. Y aunque cada secretaria escribía un documento distinto, el sonido que producían todas esas máquinas de escribir era más bien uniforme, como si todas estuviera escribiendo lo mismo, o todas fueran igual de rápidas.
Cuando Ingeborg y su padre se retiraban entró la señora Dorotea, una viejita minúscula vestida de negro, una viejita de pelo blanco recogido en un moño, una viejita que se sentó a su mesa e inclinó la cabeza, como si nada existiera salvo ella y las mecanógrafas, las cuales, justo en ese momento y todas a una, dijeron buenos días, señora Dorotea, todas al mismo tiempo, pero sin mirarla a la señora Dorotea y sin dejar de teclear en ningún momento, algo que a Ingeborg le pareció increíble, no sabía si increíblemente bello o increíblemente atroz.
Tras el saludo coral, ella, la niña Ingeborg, se quedó quieta, como fulminada por un rayo o como si estuviera, por fin, en una iglesia de verdad en donde la liturgia y los sacramentos y la pompa eran reales, y dolían y latían como el corazón arrancado de una víctima de los aztecas, a tal grado que ella, la niña Ingeborg, no sólo se quedó quieta sino que se también llevó una mano al corazón, como si se lo hubieran arrancado, y entonces, precisamente entonces, la señora Dorotea se despojó de sus guantes de tela, tensó, sin mirárselas, sus manos traslúcidas, y con la vista clavada en un documento o en un manuscrito que tenía a un lado se puso a escribir.
En ese instante, la dijo Ingeborg a Archimboldi, comprendí que la música podía estar en cualquier cosa. El teclear de la señora Dorotea era tan rápido, tan particular, había tanto de la señora Dorotea en su mecanografía, que pese al ruido o al sonido o a las notas acompasadas de más de sesenta mecanógrafas trabajando a la vez, la música que salía de la máquina de la secretaria más vieja se elevaba muy por encima de la composición colectiva de sus colegas, sin imponerse a éstas, sino acoplándose, ordenándolas, jugando con ellas.
A veces parecía llegar hasta los tragaluces, otras veces zigzagueaba a ras del suelo, acariciando los tobillos de los visitantes. En ocasiones incluso se daba el lujo de aminorar la marcha y entonces la máquina de escribir de la señora Dorotea parecía un corazón, un enorme corazón latiendo en el medio de la niebla y el caos. Pero esos momentos no abundaban. A la señora Dorotea le gustaba la velocidad y su tecleo usualmente iba por delante de todos los demás tecleos, como si abriera camino en medio de una selva muy oscura, dijo Ingeborg, muy oscura, muy oscura…

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