Kaláshnikov es un anciano de ochenta y cuatro años, todavía
activo y bien conservado. Lo invitan a todas partes, como una especie de icono
móvil sustituto del fusil ametrallador más famoso del mundo. Antes de retirarse
como general del ejército percibía un salario fijo de quinientos rublos, que en
aquella época equivalía aproximadamente a una mensualidad de unos quinientos
dólares. Si Kaláshnikov hubiese, tenido la posibilidad de patentar su
ametralladora en Occidente, hoy seguramente sería unos de los hombres más ricos
del mundo. Se calcula con cifras aproximadas
que se han fabricado más de ciento cincuenta millones de metralletas de
la familia del kaláshnikov, todas ellas a partir del proyecto originario del
general. Habría bastado con que por cada una de ellas hubiese recibido un dólar
para que ahora nadara en la abundancia. Pero esta trágica falta de dinero no le
turbaba en absoluto: él había engendrado a la criatura, le había infundido su
soplo, y ello parecía ser condición suficiente para sentirse satisfecho. O
quizá sí tenía en realidad un beneficio económico. Mariano me había contado que
alguna que otra vez sus admiradores le enviaban dinero: acciones, miles de
dólares en su cuenta, valiosos regalos de África, incluso se hablaba de una
máscara tribal de oro regalada por Mobutu y de un dosel de marfil taraceado
enviado por Bokassa; de China, en cambio, se decía que le había llegado nada
menos que un tren, con su locomotora y sus vagones, regalo de Deng Xiaoping,
que sabía de las dificultades del general para subir al avión. Pero eran solo leyendas,
rumores que corrían en los cuadernillos de aquellos periodistas que, al no poder
llegar a entrevistar al general que no recibía a nadie sin una recomendación importante,
se dedicaban a entrevistar a los operarios de la fábrica de armas deÍzhevsk.
Mijaíl Kaláshnikov respondía automáticamente, siempre las mismas
respuestas fuera cual fuese la pregunta, sirviéndose de un inglés llano,
aprendido de adulto, que utilizaba como quien usa un destornillador para
aflojar un tornillo. Mariano le hacía preguntas inútiles y genéricas— una
manera de reducir su inquietud —sobre la metralleta: - Yo no inventé el arma
para que se vendiera con ánimo de lucro, sino única y exclusivamente para
defender a la madre patria en la época en la que lo necesitaba. Si pudiera
volver atrás, volvería a hacer lo mismo y viviría de la misma forma. He trabajado
toda la vida, y mi vida es mi trabajo.
Una respuesta que repetía a todas las preguntas que le
formulaba sobre su metralleta. No existe nada en el mundo, orgánico o
inorgánico, objeto metálico u elemento químico, que haya causado más muertes que
el AK47. El kaláshnikov ha matado más que la bomba atómica de Hiroshima y
Nagasaki, que el virus del sida, que la peste bubónica, que la malaria, que
todos los atentados de los fundamentalistas islámicos, que la suma de muertos
de todos los terremotos que han sacudido la corteza terrestre. Un número
exorbitante de carne humana imposible de imaginar siquiera. Solo un publicista
logró, en un congreso, dar una descripción convincente: aconsejaba que para
hacerse una idea de los muertos producidos por la metralleta llenaran una
botella de azúcar, dejando caer los granitos por un agujero en la punta del
paquete; cada grano de azúcar equivale a un muerto producido por el
kaláshnikov. El AK-47 es un arma capaz de disparar en las condiciones más
adversas. Es imposible que se encasquille, está lista para disparar aunque esté
llena de tierra o empapada de agua, es cómoda de empuñar, tiene un gatillo tan
suave que hasta un niño puede apretarlo. La fortuna, el error, la imprecisión:
todos los elementos que permiten salvar la vida en los enfrentamientos parecen
quedar eliminados por la certeza del AK-47, un instrumento que impide que el
hado tenga papel alguno. Fácil de usar, fácil de transportar, dispara con una
eficacia que permite matar sin ninguna clase de entrenamiento. «Es capaz de
transformar en combatiente hasta a un mono», declaraba Kabila, el temible líder
político congoleño. En los conflictos de los últimos treinta años, más de
cincuenta países han utilizado el kaláshnikov como fusil de asalto de sus
ejércitos. Se han producido matanzas con el kaláshnikov, según la ONU, en Argelia,
Angola, Bosnia, Burundi, Camboya, Chechenia, Colombia, el Congo, Haití, Cachemira,
Mozambique, Ruanda, Sierra Leona, Somalia, Sri Lanka, Sudán y Uganda. Más de
cincuenta ejércitos regulares tienen el kaláshnikov, y resulta imposible hacer una
estadística de los grupos irregulares, paramilitares y guerrilleros que lo
utilizan.
Murieron por el fuego del kaláshnikov: Sadat, en 1981; el
general Dalla Chiesa, en 1982; Ceaucescu, en 1989. En el chileno Palacio de la
Moneda, Salvador Allende fue encontrado con proyectiles de kaláshnikov en el
cuerpo. Y estos muertos eminentes constituyen la verdadera carta de
presentación histórica de la metralleta. El AK-47incluso ha acabado formando
parte de la bandera de Mozambique y se halla también en centenares de símbolos
de grupos políticos, desde al-Fatah en Palestina hasta el MRTA en Perú. Cuando
aparece en vídeo en las montañas, Osama bin Laden lo utiliza como único símbolo
amenazador. Ha acompañado a todos los papeles: al del libertador, al del
opresor, al del soldado del ejército regular, al del terrorista, al del secuestrador,
al del guardaespaldas que escolta al presidente. Kaláshnikov ha creado un arma
sumamente eficaz, capaz de mejorar con los años; un arma que ha tenido dieciocho
variantes y veintidós nuevos modelos forjados a partir del proyecto inicial. Es
el auténtico símbolo del liberalismo económico, su icono absoluto. Podría
convenirse incluso en su emblema: no importa quién seas, no importa lo que
pienses, no importa de dónde provengas, no importa qué religión tengas, no
importa contra quién ni a favor de qué estés; basta con que lo que hagas, lo
hagas con nuestro producto. Con cincuenta millones de dólares se pueden comprar
cerca de doscientas mil metralletas; es decir, que con cincuenta millones de
dólares se puede crear un pequeño ejército. Todo lo que destruye los vínculos
políticos y de mediación, todo lo que permite un consumo masivo y un poder
exorbitante, se convierte en vencedor en el mercado; y Mijaíl Kaláshnikov, con
su invento, ha permitido a todos los grupos de poder y de micropoder contar con
un instrumento militar. Después de la invención del kaláshnikov, nadie puede
decir que ha sido derrotado porque no podía acceder al armamento. Ha llevado a
cabo una acción de equiparación: armas para todos, matanzas al alcance de
cualquiera. La batalla ya no es ámbito exclusivo de los ejércitos. A escala
internacional, el kaláshnikov ha hecho lo mismo que han hecho los clanes de
Secondigliano a nivel local, liberalizando completamente la cocaína y permitiendo
que cualquiera pueda convertirse en narcotraficante, consumidor o camello,
liberando el mercado de la simple mediación criminal y jerárquica. Del mismo modo,
el kaláshnikov ha permitido a todos convertirse en soldados, incluso niños y
muchachitas esmirriadas; y ha transformado en generales del ejército a personas
que no sabrían ni guiar a un rebaño de diez ovejas. Comprar metralletas,
disparar, destruir personas y cosas, y volver a comprar. El resto son solo
detalles. El rostro de Kaláshnikov aparece sereno en todas las fotos; con su
angulosa frente eslava y sus ojos de mongol que, con los años, se vuelven cada
vez más sutiles. Duerme el sueño de los justos. Se acuesta, si no feliz, al
menos sereno, con las zapatillas bajo la cama, en orden; incluso cuando está
serio tiene los labios tensos en forma de arco como el rostro del recluta Pyle
en La chaqueta metálica.
Los labios sonríen, pero el rostro no.
“Gomorra”, de Roberto Saviano